Westworld y los límites de la inteligencia

Un lugar de infinitas posibilidades debería ser por lógica un espacio donde uno puede toparse de repente y de bruces con la vida. A la pregunta inevitable sobre qué es esa «vida» intenta darle respuesta Westworld y todo el magnífico equipo que se ha centrado en, valga la redundancia, «dar vida» a esta obra de arte. La serie tiene su germen en una película de título homónimo de los años setenta, dirigida por Michael Crichton, padre también de la famosa novela Jurassic Park, que más tarde Spierlberg inmortalizaría en aquel apabullante filme al que no pocas cosas nos recuerda esta creación. En este caso, no asistimos a un parque de dinosaurios, sino a uno de personas, perdón, de androides, robots con aspecto y comportamientos muy humanos que sin embargo parecen deambular en ese lejano oeste solo para deleite y disfrute de los newcomers o guests, los visitantes que llegan del mundo real con ansia de aventuras o con el osado objetivo de «encontrarse a sí mismos» y con la ventaja de que no pueden ser ni heridos ni ultrajados, ahí donde los actos parecen no tener reales consecuencias, donde la conciencia podría quedar apartada en un cajón.

La realidad o nuestra certeza sobre lo que es falso o ficticio no es un debate nuevo ni ha sido abierto con Westworld, pues esta cuestión quijotesca es la que recorre la espina vertebral de toda la filosofía y la literatura desde los griegos hasta el día en que vivimos. Observada desde diferentes encuadres, esta pregunta entronca con el origen de la empatía o el lugar que ocupa en el cerebro la conciencia, la memoria, la religión y toda la historia de la espiritualidad, así como el inacabable asunto del libre albedrío, Dios o el destino de los hombres. La buena ciencia ficción ya ha versado sobre esto en otras ocasiones: recordemos Blade Runner, BattleStar Galactica o la misma y excelente actual Black Mirror. Estamos hablando y preguntándonos constantemente sobre la naturaleza de nuestra existencia. ¿Somos fruto del azar y de la unión de unos átomos o hay detrás de nosotros un experto tejedor de historias, un creador, un tirititero que mueve nuestros hilos? Westworld es la caverna de Platón, y sus androides, análogos a nosotros al preguntarnos sobre nuestro origen y rezar a nuestros dioses, curiosos que anhelan ver la luz más allá de las cosas o del espacio conocido.

Toda la atención del argumento es una sencilla –más bien compleja– excusa para mostrarnos el peligro de ser humanos y lo lejos que pueden llegar nuestras propias creaciones. Ese miedo a que algo creado por nosotros mismos nos rebase y nos supere es precisamente ese conflicto entre ambos mundos y las discusiones constantes sobre «a quién pertenece» cada parcela del juego. Es el mismo debate sobre la inteligencia artificial y la robótica, sobre hasta qué punto jugar a ser dioses nos podría salir caro. Hay una pregunta ética que sobrevuela a todas estas anteriores cuestiones y que es con lo que comenzábamos este texto: ¿qué es estar vivo? ¿Somos meros receptores de órdenes, víctimas de un causa-efecto condicionados por las leyes de la física y del universo? En ese sentido, nada nos diferenciaría mucho de una máquina o un robot. ¿Qué ocurre si esta máquina acaba por tener conciencia, o sea, es capaz de escucharse a sí misma, de improvisar e innovar sus códigos, de generar sentimientos y sufrir?

Westworld, guiada magníficamente por la apoteósica y siempre certera música de Ramin Djawadi, así como por las memorables actuaciones de todos y cada unos de sus actores, además de guionizada por uno de los hermanos Nolan, se adentra sin miedo en este debate filosófico y ofrece con cada episodio unas respuestas a saborear con calma y con tiempo. Un amor no superado que nos desgarra todavía por dentro, la comezón de un sentimiento extraño que se apodera de nosotros sin ser aún conscientes de su peligro, el ansia por la libertad de penetrar a un mundo nuevo o de luchar contra los dioses que, egoístas, nos crearon para divertirse… cualquier excusa vale dentro de este parque, cualquier motivación nos conduce de lleno en este viaje a un lejano oeste donde se pone en jaque a la inteligencia. Porque en el germen de toda creación existe un miedo primigenio: que lo imaginado acabe siendo verdaderamente real, que nos supere o que incluso acabe con nosotros; que, como decía Unamuno, el Quijote llegue a tener más vida que el propio Cervantes una vez muerto.

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