Las guerras de la galaxia y la fuerza como lenguaje primitivo

Las guerras de la galaxia habla en el fondo un lenguaje primitivo, algo que todos entendemos sin detenernos en el análisis. ¿Por qué todavía nos fascina la narración? Si vamos al origen del misterio, la mayor parte de las religiones o los movimientos espirituales del mundo, así como los científicos, los filósofos y los intelectuales, desde los más antiguos a los contemporáneos, hablan también de esa «fuerza» que podría ser el Buddha, Dios, la sincronicidad budista, la entropía, los chakras, el karma, el universo. No importa el disfraz con el que enmascaremos el término, desde el taoísmo hasta la física cuántica, pasando por la ciencia lingüística, todas estas tradiciones hablan al fin de los polos opuestos, de las relaciones opositivas y de cómo el mundo entero gira en torno a una misma cuerda que se tambalea entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal. La misma existencia, el origen de todo, se produce con la fusión: la fusión de los átomos, de los aminoácidos que acaban por inventar con sus estructuras las células, del ADN y el RNA, de un espermatozoide y un óvulo, de dos personas que, amándose, se consumen la una a la otra.

Todo es dual: existe el día porque entendemos la noche y existe la oscuridad porque sabemos lo que es la luz, el calor y el frío, el silencio y el ruido de nuestro más íntimo espacio. Darth Vader y Luke Skywalker provienen de una misma semilla, de una misma estirpe: la fuerza es la misma clase de energía pero virtuosa o desvirtuada, conseguida o pervertida por el lado oscuro, así como el amor y el odio son dos caras igualmente de una misma emoción. Solo cuando uno se funde con la naturaleza, cuando la división entre el observador y lo observado se rompe, «la fuerza» aparece y la oscuridad es vencida. Uno de los grandes mensajes de la saga, contextualizada en la época en la que nace, los años 70, en plena crisis social y política, germen por otra parte de muchos movimientos liberadores o de las actuales democracias, es la filosofía Jedi de mantener un equilibrio con la naturaleza, Gaia, el suelo de donde provenimos, lo que conectaría con los movimientos de Green Peace y la actual crítica ecologista al calentamiento del planeta y las ciudades ultratecnificadas e industrializadas que contaminan nuestro entorno, lo que sería cristalizado en la narración por el Imperio. Esta idea de «formar parte con el todo» nos retrotrae a Lao-Tsé y la filosofía china antigua, de la que bebe deliberadamente Lucas en sus películas, o sea, nos conduce a la enseñanza de la plenitud del uno, lo último que persigue la fuerza. Esa cualidad de lo doble se ve en toda la literatura y el cine: Stevenson y el mito de Jekyll y Hyde, Dexter y el dark passenger, el doble en Hitchcock y, en el Quijote, la fantasía y la realidad. Todo nos habla de una misma cosa: de la multiplicidad, de la variedad de caras de las que el ser humano, nunca sólido y acabado, es capaz. Lo interesante de esta saga de ciencia ficción es cómo nos expone un mensaje tan rico en matices de la manera más desinteresada posible, con tamaña falta de pretensiones.

En 1977, hace ya casi cuarenta años, el genio George Lucas generó esta saga de películas que cambió el lenguaje del cine de aventuras, basando su epopeya en el origen del mito, en un concepto universal. Fue así como, años después de haber escrito los guiones, encontró asombrado el libro del famoso mitómano Joseph Campbell: El héroe de las mil caras, donde se nos orienta hacia esa teoría del mito primitivo del que nacen todos los posteriores mitos y religiones. Había algo sospechoso en Star Wars que recuperaba todos y cada uno de los botones que treinta años antes había tocado con ingeniosa precisión el escritor estadounidense. El viaje del héroe trazaba esa ruta que parte del mundo ordinario donde las cosas son aburridas y ordinarias, que cambia estrepitosamente con la llamada de la aventura donde nuestro tranquilo mundo se queda pequeño y se nos encomienda una misión que nos hace escapar de nuestra terrorífica zona de confort. Llega un momento en que todo le viene grande al héroe y atraviesa la fase de rechazo o negación, cuando aparece un maestro o un baluarte que enseña y ayuda, que guía a nuestro héroe a cruzar el umbral, que es el momento en el que el elegido sale y escapa de lo conocido para adentrarse en el nuevo mundo. En este espacio desconocido se enfrentará a pruebas, aliados y enemigos de diferente índole, resurrecciones, elixires y tesoros que harán que al final, cuando el héroe vuelva a casa en su regreso, siga teniendo el mismo nombre pero ya no sea el mismo.

Desde el texto sumerio literario más antiguo de la historia, El poema de Gilgamesh, hasta el texto homérico por excelencia, Ítaca, atravesando toda la mitología posterior, la aventura del héroe sigue remontándose a unas pautas muy similares que resuenan en la cabeza de todo ser pensante y transmiten un mensaje aún poderoso, la idea de un camino finito hacia la evolución de uno mismo, que consiste en el mismo concepto del viaje. En el Quijote Alonso Quijano se ha «vuelto loco» y cambiando su identidad ha emprendido un viaje. El tema del viaje es un camino hacia el conocimiento para descubrirse a uno mismo, la vida como línea recta, como aventura en movimiento. Y como todo viaje, lo que importa no es el destino ni el final sino lo aprendido en el transcurso de la travesía. Llegar a Ítaca o no hacerlo es lo menos importante; lo que siempre importa es que tú tras el viaje ya no eres el mismo: te has convertido. Es esto lo que ocurre en gran parte de la literatura universal e incluso en territorios tan cercanos como las novelas de Vila-Matas, El viaje vertical, y de Montalbán, Los mares del Sur, donde un viaje físico es una excusa siempre para el viaje interior, para la conversión del sujeto. El viaje que inicia la aventura es el inicio del mito del héroe, la fuerza que reside en Star Wars y que nos retroalimenta con esa cantinela tan antigua y moderna que es el motor del mundo, la posibilidad única y última de encontrarnos cara a cara con la faz desnuda del universo que, solo a veces, cuando apagamos las luces o cerramos los ojos, somos capaces de entender.

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