Educar en lo positivo o las consecuencias de las expectativas sobre el otro

Mucho se ha hablado estas últimas décadas sobre los efectos positivos del placebo en la medicina en diversos experimentos donde se probó dar fármacos falsos a algunos pacientes que «mágicamente» se recuperaron quizá potenciados por la falsa creencia que este les proporcionaba. De hecho, si no tengo mal entendido, la utilización del placebo en la medicina hoy día resulta ser una práctica natural y no se considera algo pernicioso para los expertos o una falacia científica.

En psicología o pedagogía el mentado placebo se trasladaría a lo que se ha llegado a llamar el efecto pigmalión, esto es, a la explicación de que nuestra expectativa sobre algo influye o determina de algún modo el rendimiento que tendremos y, por tanto, la consecución de un objetivo. Por ello, ya psicólogos de la talla de Skinner en el siglo XX abogaban por un sistema donde se premiara más a la gente antes que castigarla, puesto que el refuerzo positivo parecía ofrecer muchos más estímulos a los animales con los que experimentaba que el castigo (rasgo en el que hemos basado nuestra sistema educativo actual, por cierto). Es decir, el hecho de que profesores, padres o amigos te etiqueten en cierto grado o tengan unas expectativas sobre tus posibilidades hace que tú, influido por estos estímulos, vayas a trabajar para encajar, positiva o negativamente, en lo que los otros pensaban ya sobre ti, eso que también se conoce como profecía autocumplida.

Escribe Lauren Slater: «En 1966, dos investigadores, R. Rosenthal y L. Jacobson llevaron a cabo un experimento consistente en practicar una prueba de inteligencia a niños de los cursos primero a sexto con el falso nombre de Test de Harvard de Adquisición Conjugada. Dijeron que la prueba era indicativa de la capacidad intelectual naciente o “acelerón”». Pero en realidad, lo que analizaban esas pruebas eran comportamientos no verbales, nada que ver con la intelectualidad de los niños. Se les dijo a los profesores que aquellos que sacaran resultados positivos en el test tendrían que avanzar de manera increíble en el transcurso del año siguiente. Y así fue, los que salieron reforzados positivamente de aquel test (que era en realidad un placebo y no medía el intelecto realmente; de hecho, los resultados fueron entregados de manera aleatoria y sin sentido), sacaron mejores notas y progresaron académicamente. Por lo que, resume la autora, esto «indicaba que el “cociente intelectual” de la persona tiene tanto que ver con la ocasión y las expectativas, como con la capacidad innata». O sea, se estaba poniendo en tela de juicio que todo sea predefinido antes de nacer, sino que el entorno y la experiencia, las expectativas de los otros sobre nosotros influyen igual o más en el avance intelectual de las personas, en la consecución de logros.

Un poquito más adelante, en la década de los setenta, otro popular y controvertido psicólogo, Rosenhan, realizó un nuevo experimento, en este caso con el fin de desmantelar la supuesta ciencia de la psiquiatría o de preguntarse si realmente esta funcionaba. Hay un largo debate abierto sobre si el diagnóstico psiquiátrico está basado a veces realmente en asociaciones reales o anómalas en el cerebro de un paciente o en simples conjeturas a raíz de unos síntomas descritos por el paciente (que en muchos casos pueden ser subjetivos, exagerados o, como se demostraría con este experimento, incluso mentira). La diferencia entre estar «cuerdo» o «loco» es a menudo subjetiva o difícil de definir porque entroncan en ella muchas variables (si bien hoy día la más plausible parece la de no diferenciar bien entre ficción y realidad), por lo que siempre ha sido algo prestado a debate.

En 1970 publicó en la aclamada Science su artículo, resultado del experimento: «On Being Sane in Insane Places», en el que relataba cómo había llevado a cabo durante un mes la labor. Había llamado a diferentes amigos suyos, completamente cuerdos, y les había pedido que fueran a las puertas de diversos centros psiquiátricos americanos diciendo que oían una voz que les decía zas, con el fin de ver cómo les trataban. A causa de la Guerra de Vietnam había muchas personas con trastornos mentales, heridas por las cicatrices de la contienda, y por ello muchos soldados falseaban tener alguna demencia para no alistarse en las filas del ejército y luchar o, en algunos casos, perder la vida. Supongo que este «falseamiento» de la realidad es lo que motivó al psicólogo a hacerse ciertas preguntas, a jugar y lanzarse a la aventura. Sin hacer demasiadas pruebas, solo con aquellos testimonios, todos, incluido el psicólogo, fueron ingresados en tales centros durante un mes, donde les trataban a veces a golpes y también los inundaban a fármacos, como si fueran unos «locos» más, y de donde fueron finalmente expulsados por «remisión de los síntomas» cuando en realidad nunca los hubo.

Este y otros experimentos posteriores, como el que hizo años más adelante la misma Lauren Slater, demostraron que muchas veces los «locos» no son realmente diagnosticados en base a una prueba científica real sino frente a un mero testimonio, o sea, que son las etiquetas y las expectativas que tenemos de la persona las que diagnostican la enfermedad mental en muchos casos. Alguna vez escuché que muchos «locos» se comportan como locos porque es como se les concibe, como se les trata, que precisamente quizá dejarían de serlos si se les empezara a tratar como personas normales. Está claro que esto no puede ser cien por cien cierto, y que los trastornos mentales son reales y una tragedia en el caso de muchas personas, pero no es menos cierto que el diagnóstico psiquiátrico muchas veces responde a una imagen preconcebida de lo se dice de alguien y no de lo que realmente, de manera química o cerebral, podría observarse.

Esto confirma la teoría del efecto pigmalión en el caso negativo, o sea, el hecho de que las personas que depositan pensamientos y expectativas negativas sobre otra persona (imagino que más influyentes cuanto más impresionable o influenciable es la persona con una personalidad poco definida) pueden hacer que esa persona confirme estas creencias y las potencie, lo cual destaca lo nocivo de una educación basada única y exclusivamente en los castigos o que infravalore a sus alumnos. Repetirle a alguien errores o fallos de fácil encuentro en cualquier ser humano, incluso estigmatizarlos en base a etiquetarlo de manera continua, puede influir mucho en la construcción del carácter de una persona o un estudiante. Ken Robinson o Eduardo Galeano, además de muchos otros, reivindican que el sistema actual de enseñanza, heredado de la era industrial, ya no sirve, que se necesita un cambio de modelo. Aquí es donde, a veces, todavía, los profesores o los padres olvidan el efecto tan importante que, como enseñantes y educadores, poseen durante sus lecciones, donde olvidan, al fin y al cabo, el efecto demoledor o triunfante de sus palabras.

 

Bibliografía

Galeano, Eduardo (2013): Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Madrid, Siglo XXI.

Robinson, Kevin (2011): El elemento: cómo encontrar tu pasión puede cambiarlo todo, España, Debolsillo.

Slater, Lauren (1989): Cuerdos entre locos. Grandes experimentos psicológicos del siglo XX, Barcelona, Alba.

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